¿Mami, por qué lloras? Porque estoy triste, Aurelita. ¿Mami, porque estas triste? Por dejar que me veas llorar.
Aurelia despertó ahogándose con un brazo sobre su pecho. En un espanto, sacóse de las sabanas y rodó hacia el piso.
Se había dormido antes de despedirlo. Y él, con la misma comodidad de siempre, había tomado la ventaja de quedarse como el chivo loco. Llegaron tarde la noche anterior y eran apenas las dos de la tarde. Mientras él dormía, Aurelia lo miraba con lastima y asco. Él la quería mucho a ella. Pero vivía como una vira lata en las afueras de su corazón. Un muchacho decente que nunca aparecía con bajo a cerveza, sino con tulipanes y poemas de Pablo Neruda por que a ella le gustaban los autores suramericanos. Él siempre la complacía y cuando posible, le besaba los siete lunares acomodados en su mandíbula. Cuando finalmente despertó, Aurelia ya estaba cambiada.
—Buenos días, hermosa.
—Buenas tardes. Voy a salir.
— ¿Cómo así? ¿Con este aguacero? ¿Y yo?
Ella se rió. Tenía una risa burlona con sabor a chocolate.
Caía un diluvio incesante golpeando el techo pintado de aluminio. Y cuando llovía en Alto Manhattan, llovía en el quinto piso de 407 Audubon. El gotero ya había pasado a la sala y salpicaba el plástico de los muebles. La lluvia se metía por las entrañas de las paredes y las puertas, humedecidas y abombadas, cesaban cerrar. Allá, los pre-wars sufren un descuido insultante y los inquilinos, con poco de sobra, se agachan detrás de sus paredes desmenuzas con la esperanza de que algún día vengan a arreglar el asunto de la ducha atravesada o el inodoro que no para de descargar su agua cuando le dé la gana.
—Es en serio.
—Un chin de agua no le hace daño a nadie, chiquito.
—Po’ espérame, que me cambio de una vez.
—Mi amor, quiero mejor estar sola. Dale un portazo la puerta cuando salgas. Ella se tranca sola.—Le dió un besito en la frente y agarró su bolsa.
El muchacho, mudo, envuelto en sábanas color chinola se quedó con sus lagañas incrustadas y los granos en su palma.
Afuera andaba la gente buscando refugio bajo cualquier negocio. Las lonas tendidas sobre los mercados desbordaban de agua. Los cuarentones con panzas altas esperaban con la mano de dominós en sus bolsillos hasta que pudieran nuevamente desplegar su mesa y seguir jugando. Las mujeres huían cabizbaja con sus rolos envueltos en bolsa de Dan’s Supermarket. Los vende drogas andaban agachados con sus piropos que no alcanzaban la cera desde los toldos de sus edificios. Y por ahí andaba Aurelia con ni siquiera una sombrilla. Porque a ella le encantaba el paisaje de la San Nicolás cuando le caía un aguacero y al sabor de la lluvia. La gente andaba como las cucarachas. Y los trenes se llenaban con una pestilencia que asaltaba el olfato. Así era cuando le caía un baño a Alto Manhattan.
Aurelia andaba por las calles con frecuencia. Se desconectaba de los piropos y todo el mundo le parecía una inspiración. Ella le gustaba rasguear a la gente como a una guitarra. Solo por un momento. Como cuando uno no sabe tocar, pero quiere pasarle la mano para oír el sonido, después dejar la guitarra en el mismo rincón y seguir andando.
Ella caminó por un rato hacia el otro lado de Broadway. Allí donde los Starbucks tomaban el lugar de las panaderías y los blanquitos caminaban a sus french bulldogs; donde uno puede comprar una galletica por tres dólares en vez del pedazo de flan por peso; donde las barras te sirven lagers en vez de frías; donde los pica pollos no aparecían, sino los restaurantes evaluados en Zagat. Allí, donde a nadie se le ocurría darle un par de tablazos a las bocas de incendios cuando el sol parecía derretir la piel de los vecinos. Últimamente se hallaban esos mismos blanquitos rentando los apartamentos en Audubon y Wadsworth, subiéndole la renta a los naufragios buscando donde rentar por cuarto.
Aurelia continuó su viaje hacia su lugar favorito que solía despertar en ella un asombro infantil. Tal sitio desenvolvía sus sueños ya oxidados en el olvido; sueños que le hedían como las ratas pudriéndose del veneno detrás de su estufa. Tal sitio la desahogaba de la compañía de la gente y la liberaba en el entrañable abismo de la soledad. Subió la escalera de mala fama en la 183. Siempre le parecía ardua tarea. Había que haber más de cien escalones y un día como hoy, esos escalones se volvían sólo piedrecitas bajo una cascada. Sus zapatillas chapoteaban sobre las piedrecitas y siguió su expedición.
Después de pasar por el cenit de Manhattan, llegó finalmente a Fort Tryon Park. Cuando las nubes se desbordan sobre Manhattan, el puente George Washington parece flotar entre la niebla y bailar con el efluvio del Hudson. A los árboles no se le alcanzaban ver las copas. Y el parque era para ella solita, ya que el mundo buscaba asilo de la naturaleza.
Al entrar unos 50 metros, los edificios ya no se veían. No se oían las sirenas de los policías y el olor era puro tal como allá en los montes de Jarabacoa. Se oía unos chirridos de pájaros y murmullos de hojas en reposo.
Aurelia bajó hasta su arcada favorita que, con una grandeza hechizante, resonaba con antigüedad y ruina. Bajo esta arcada, hallaba consuelo. Se sentó en un recoveco y sacó su libro; algunos cuentos de Borges. A menudo el nivel del español junto con la complejidad de sus cuentos la dejaba confusa, pero ella lo seguía leyendo. Había comprado el libro en la sección de “Libros en Español” de una librería comunitaria de Amsterdam, ya que a ella se le iba cayendo a pedazos su español. Después de mudarse a los Estados Unidos unos quince años atrás, inglés tomó el asiento delantero. Tomó unas clases avanzadas de español en la universidad para salvarse, pero ese esfuerzo fue casi fútil. Sabía la diferencia entre palabras esdrújulas y graves, o cuando ponerle acento a la palabra “cual”, pero tenía que preguntarle a sus padres que significaban cosas como “barajar el trago” o quién rayos eran Cuca y Roquetán. No sabía por qué el salami era dichoso o cómo el mulo ama la carreta. Pasaba vergüenza comunicando en español, y la gente le decía gringa.
Aurelia leía por un par de horas en su hueco bajo la arcada. Sus párpados se fueron cayendo. El tiempo estaba bueno para dormirse bajo un diluvio.
Cuando despertó, ya era de noche. La lluvia había amainado y las estrellas parpadeaban sobre el Hudson. Aurelia analizó sus alrededores. Nunca se había quedado tan tarde en el parque y supo que no pudo ser buena idea haberse dormido. Un temor repentino la venció y ella comenzó a recolectar sus pertenencias con presteza, ya que la oscuridad parecía tragársela. Pero al pararse, vio una tenue luz al otro lado de la arcada. Parecía parpadear bajo una puerta. Aurelia había traspasado la arcada con frecuencia y conocía todos los rincones que tenía. Más que todo, apreciaba que casi nunca la gente bajaba para esos lados con excepción del jardinero ocasional. Inmóvil y perpleja, Aurelia consideró irse de vuelta a casa, pero la luz la absorbía.
Aurelia caminó hacia la luz trémula del otro lado de la arcada. Cuando llegó al fondo del camino, encontró detrás de algunas zarzas una puerta que parecía ser de los tiempos de cuando Cuca y Roquetán bailaban. Era chica, como para enanos y no parecía colgar en algún portal. Estaba suspendida en los arbustos. Aurelia miró hacia el otro lado de la arcada. Ella conocía el silencio, pero esta noche pudo oírles los pasos a las hormigas. Volvió hacia la puerta y entró sin vacilación.
Había una escalera de caracol hecha de hierro que descendía hacia la luz. Aurelia bajó y encontró un amplio espacio con techos abovedados, amueblado de libreros conteniendo lo que parecía miles de volúmenes. Lámparas de aceite colgaban a través del techo. Las paredes y los pisos adornados de madera de roble oscurecían al espacio como un cálido abrazo. Era una biblioteca de tres pisos con balcones que rodeaban las plantas superiores. Aurelia se acercó de un estante y corrió sus dedos a lo largo de los viejos lomos, quitándole el polvo a las letras incrustadas. Eran todos libros del siglo de oro.
—Fernando de Rojas, —leyó Aurelia. Bajó el libro del estante. Ojeó las páginas.
— ¿Os habéis pedido permiso niña? —dijo una vieja. Le arrebató el libro y lo devolvió al estante.
Aurelia, aturdida, se quedó mirándola. Una vieja desgreñada la miraba con ojos menospreciados. Vestía con trapos anacrónicos. Tenía una osteoporosis que la llevaba al diablo y un bajo a hinojo.
—Perdón. ¿Quién eres? —le preguntó Aurelia.
— ¿Violáis mi biblioteca y preguntáis quién sois?
Después de una breve pausa y torpe tartamudeo, Aurelia respondió mientras hizo su camino hacia la escalera. —Perdón. Ya me voy. Es que nunca había visto este sitio. —Se detuvo en su pista y preguntó con curiosidad — ¿Cuánto tiempo tiene esto? Siempre paso por aquí y nunca supe que estabas.
La vieja se rió.
—Porque no me estabais buscando.
La vieja la miró con ojos entrañables.
—Venga, niña. Que no la boto de mi morada.
Sacó su mano y la extendió hacia Aurelia. Su palma arrugada, repleta de callos, le suscitó una melancolía inexplicable. Estas eran las manos de una mujer que conocía indigencia. Antes de dejar que su miríada de preguntas infringiera, renunció la sujeción a sus seguridades y dejó llevarse de su curiosidad y asombro. Aurelia tomó la mano de la vieja.
—¿Te gustan las bibliotecas, niña?
Descendieron al primer piso donde la vieja tendía páginas teñidas de un libro escrito en viejo castellano. Una lámpara de aceite colocada en una mesa de roble dejaba un chorro de humo negro. Aurelia examinó los alrededores de la biblioteca. Habían libros amontonados en todos los recovecos. Habían libros maltratados o amados, despojados de sus lomos. Habían páginas sueltas sobresaliendo los libros. Aurelia se acercó a las páginas tendidas sobre la mesa. Estaban mojadas.
—El poema del Mío Cid—la vieja dijo con una sonrisa traviesa.
— ¿Cómo?
—Venga, niña es una copia. Fabrico réplicas de textos antiguos.
—¿Escritora?
—Había un tiempo en que me consideraba escritora. Ya no.
— ¿Cómo consigues las referencias?
—Bueno, tal texto como este sería un poco difícil. Este lo hago por práctica. El original, nunca lo he visto. Por lo largo, en vez de pasar el trabajo de encontrarme con la copia original, voy en busca de una copia más reciente, pero aún valiosa. Digamos, una copia del Mío Cid del año 1735. Fácil de conseguir en cualquier biblioteca con esa especialidad pero muy costosa. Esa copia me dejan ojear.
— ¿Y vendes estas copias? ¿Cómo la gente no se da cuenta?
—Es más fácil fabricar un billete de cinco que un billete de cien, niña. Y los clientes son cándidos; gente con mucha plata y un cuarto de más en su hogar para convertir en biblioteca.
—Ya.
Aurelia exploró los estantes. Notó que todos los libros estaban duplicados.
— ¿Y vos, niña?
— ¿Yo que?
— ¿Escribís?
—De vez en cuando. Es increíble lo que has hecho aquí. El olor, como lo logras? Me huele a libros viejos.
— ¿Venga, cuentos de Ada? ¿Poemas de amor? ¡Contéis, niña!
—Cuentos de la mala estrella de nuestro destino.
La vieja se rió. — ¿Cómo podéis decir esto, niña? El destino se lo construye uno. De todos modos, estáis demasiado joven para contar tales cuentos. Más apropiados son para una vieja arrugada como yo, ¿qué dices?
Aurelia contempló las palabras de la vieja. La miró fijamente mientras pensaba en qué responderle. La vieja tenía siete lunares en su mandíbula que parecían la constelación de Pléyades.
—Quizás.
La vieja bajó un libro desmoronado de un estante. Estaba adornado con gemas de varios colores. —Este lo tengo desde chiquita. Original.
— ¿Don Quijote?
—Uno de los mejores.
Aurelia se rió por debajo. — ¿Un loco dique enamorado?
—No seáis tan dura. Si sólo todos fuéramos impulsados por tanta pasión.
—Creo que confundes pasión por delirio.
La vieja se rió de nuevo.
—Niña, pero hay poco diferencia cuando se trata de amor.
—Prefiero leer algo con un poco más sabor.
—Qué tendrá más sabor que un romance?
—Disculpa, pero no hayo que es un cuento de amor. De persistencia, quizás. Hasta de la esquizofrenia, pero del amor no.
—Y ese amargue?
—Prefiero leer sobre el olvido y la decepción; sobre darse un par de cervezas por la tarde; sobre los cuernos y los venenos; de las pajas los domingos por la tarde; de lo que sabe bueno y amargo. Prefiero lo finito sobre lo infinito. El amor es una mierda. Y los que fingen a entenderlo, aparejarlo, solo...
—¿Solo que?
—No se. La vida se da mejor cuando uno la comparte con un buen libro sin dejarse llevar de alguien que, al final de la hornada, vive para el mismo. Tal como yo vivo para mí misma. Y los que se dejan llevar son locos, como el amiguito suyo, Sr. de la Mancha.
—Niña, pero el amor es esencial para leer un libro. ¿Cuál es el sentido de zambullirse en un libro sin la capacidad de apreciarlo?
— ¿Como?
—Digo, porque leer un libro requiere un nivel de confianza que no se si vos tenéis para nada. Tenéis que someterse a la voluntad del autor si queréis disfrutar de su mundo, ¿no crees? Tal como tomasteis mi mano. Pero me parece que sois una farsante en busca de la soledad porque no sabéis que al nivel más fundamental lo que nos hace falta es el compañerismo.
—Ahora si fue verdad.
— ¿Os sabéis porque me habéis encontrado?
—Porque dejaste la lámpara prendida. ¿Sabes qué? Usted habla mucho del amor y de la soledad para una vieja destartalada que vive sola en una cueva.
—Estáis endurecida, niña; desilusionada por un amor que un día habéis encontrado perfecto. ¿Es cierto? El amor y la cobardía no pueden convivir.
— ¿Adónde has llegado usted con toda esta sabiduría? Vives falsificando libros en el verdadero abismo de la soledad y hablando incorrectamente con pronombres anticuados. ¿Cuándo fue la última vez que viste a alguien?
La vieja, cabizbaja, suspiró con melancolía.
—No es mi intención encojonarla.
—Conozco bien al amor. Por eso es que lo he dejado.
—Os no sabéis nada, chiquilla. No conocéis el frío asaltante que es estar envuelta en una sábana que busca su compañero. No sabéis que es el placer de levantarse, solo para prepararle el café a otro. No sabéis que es no querer morir, para que nunca terminéis su historia. Eres una cobarde.
—Oye vieja, así no se le habla a una visita.
Aurelia se paró con furia.
—Disculpa, niña. Quizás hablo demasiado.
—Creo que debo despedirme.
La vieja se paró y buscó una pluma. Dentro del libro de Don Quijote, la vieja escribió un mensaje. Se lo entregó a Aurelia con dos manos.
—Un consejo;—despejó su garganta—intentéis no encontrarnos otra vez.
Aurelia tomó el libro y se despidió con prisa. Subió la escalera de caracol e hizo camino a casa. La vieja la observaba del primer piso de la biblioteca. Aurelia no se volteó para mirarla. Sintió que la vieja la acechaba y se desapareció de su vista.
—El olor es lo más dificil lograr.
Aurelia se paró antes de salir al fin al parque.
—Porque el olor al papel antiguo es algo que le pasa a las diferentes chimicas del papel con el tiempo—continuó la vieja. —Nunca he podido emular este olor. Estos libros tienen mucho tiempo en estos estantes.
La vieja oyó el estallido de la puerta.
Caminó hacia un grande espejo que estaba colocado el la esquina sur de la biblioteca. Se pasó una mano por el pelo y se secó las lágrimas.
—No llores, Aurelita.
Aurelia despertó ahogándose con un brazo sobre su pecho. En un espanto, sacóse de las sabanas y rodó hacia el piso.
—Buenos días, Hermosa. ¿Que te pasa?
—Nada.
—¿Que fue? ¿Una pesadilla?
—Nada.
Se recogió del suelo y miró hacia la calle. El día estaba soleado y un grupito de típico estaba sentado en la esquina de la 185 y Audubon. Tocaban con la ayuda de la radio. Aurelia se rió por sus dientes.
—Vamos a comer por ahí, ¿que tu dices?—le preguntó Aurelia.
—Me cepillo los dientes.
El se paró de la cama y se puso los pantalones. Se acercó al escritorio de ella que siempre tenía un reguero de papeles encima.
—Oye, ¿donde conseguiste esta copia de Don Quijote?
Fin